Dispuse mi infancia sobre una madrugada límpida y palpé el color de sus luceros. Parecía factible entregar mi desmesura, y con algunas monedas tintineando entre mis senos partí en busca de nuevas alboradas... No todas las auroras eran como las que conocí en mi infancia, ni las monedas tintineantes lograron encender el fuego de mis luceros.
Allá entre los barrancos aprendí que hay monedas que mancillan la mano de quien las guarda y que hay otras que te enfrían hasta los huesos. Cada día morí un pedazo viendo cómo se desvanecían, los antiguos caudales que recibí en herencia. No hallé por fortuna la honestidad.
Cuando murió mi perro, tomé las monedas que llevaba al cuello y las enterré con él. No hubo nuevas madrugadas tibias. Ni herencias colgadas al cuello de mi perro. Ni sinceridad, ni ternura, ni árbol.
¿A dónde fueron los muchachos con que deliré en mi infancia?